Fue mi amigo Muralee Rama Varma quien me sacó del error de creer que un angloindio es un indio britanizado. Sí, claro, para quien lo sepa (para mí ahora) resulta bastante obvio pero yo entonces era un poco más ignorante que hoy. El caso es que Muralee me despertó por este tema cierto interés que quedó al acecho, emboscado en algún rincón de la curiosidad.
Tras
la corrección de mi amigo quise suponer, y esta vez acerté, que un angloindio
es un indio descendiente de ingleses.
Tiempo
después en algún viaje me topé con un libro titulado The Jadoo House. Travels in Algloindia, escrito por Laura
Roychowdhury. La verdad es que la portada, con una joven morena con mirada
triste de animal enjaulado y rodeada de flores, mariposas y vías de tren, no incitaba
demasiado a comprarlo. Menos aún cuando bajo el título se leía “Intensely
personal, evocative, erotic”, comentario al parecer extraído de la revista The Times pero más adecuado para un bestseller barato que para un libro de
viajes. Pero lo compré, y bien hice.
Y
hoy estoy dispuesto a deleitar a mis probablemente inexistentes lectores
hablándoles de este interesante asunto.
DEFINICIÓN
Antes
de nada conviene aclarar qué es un angloindio, dado que el término ha cambiado
su significado a lo largo de las décadas. Originalmente por angloindio se
entendía un inglés residente y trabajador en la India, regresado tras una
estancia más o menos larga y frecuentemente enriquecido (algo similar a los
que, retornados de América, en Asturias llamaron indianos) o bien al nacido en
India de padres ambos ingleses. El significado hoy es radicalmente distinto.
Los hoy llamados angloindios han recibido
diferentes apelativos, con frecuencia con connotaciones peyorativas o
eufemísticas dependiendo del grado de aceptación o rechazo que en cada momento
se les otorgara, tales como sangre mezclada, raza mezclada, nacidos en el país,
piel azul, media-casta, firingui, euroasiáticos, tash, indios del este, etc,
términos lastrados por cambiantes matices, a veces ínfimos, más sujetos al
momento y lugar donde se emplearan, así como de quién los utilizara, que a una
diferencia real de significado, y muchos de ellos claramente inapropiados. Es
sorprendente, por ejemplo, el uso de firingui,
deformación de franqui, término
acuñado en Tierra Santa durante las cruzadas con el significado original de
francés y, por extensión, cristiano.
Así
que, para entendernos, independientemente de que utilicemos alguno de los
mencionados términos, de aquí en adelante y salvo indicación en contra, cuando usemos
la palabra “angloindio” nos acogeremos a la definición recogida en la
Constitución de Independencia de la India, efectiva desde el 26 de Enero de
1950, según cuyo artículo 366 un angloindio es:
…una
persona cuyo padre o algún otro antecesor por línea paterna es o fue de
ascendencia europea, que está domiciliado en el territorio de India y que ha
nacido en dicho territorio de padres establecidos en él de manera permanente y
no sólo residentes de forma temporal.
Las objeciones que a
esta definición, hoy oficial, pueden oponerse irán saliendo más adelante. Sí
conviene precisar aquí que, aunque no se mencionara explícitamente, se daba por
supuesto que la lengua madre de un angloindio es el inglés, lo que condujo a
una nueva definición en 1957 que, idéntica por lo demás, incluía este
requisito.
Quizá la primera defensa
del uso actual del término fue la esgrimida fusta en mano por Andrew Hearsey,
hijo del coronel Sir John Bennet Hersey, quien golpeó al editor del periódico
The Pioneer por publicar un artículo en el que se les denominaba “media casta”.
Mi gente ha de ser tratada con el debido respeto y llamada por el
nombre apropiado, que es angloindios. Los descendientes de sajones y británicos
fueron llamados anglosajones, los descendientes con normandos se llamaron
anglonormandos y por tanto nosotros somos angloindios.
El artículo de la
discordia estaba firmado por nada menos que Rudyard Kipling.
Pero por entonces la
sociedad inglesa se resistía a aceptar el término; la raíz “anglo” no podía
estar asociada a gente de pìel oscura, así que en medios británicos se siguió
usando como “inglés regresado de India”, significado que no implicaba mezcla de
sangre, hasta principios del siglo XX.
THE JADOO HOUSE.
Travels to Angloindia. Laura Roychowdhury.
Sobre el mencionado libro, comenzaré diciendo lo que no me gusta, en lo
que seré breve, y es que Laura Roychowdhury mezcla en el texto una historia
personal de amor y/o pasión totalmente fuera de lugar, supongo que de máximo
interés para la autora pero nulo para el lector, desafortunado injerto que
alcanza su máximo en el último capítulo, en el que la autora relata ¡su boda!,
asunto ajeno al cuerpo del tema que anuncia el título y que probablemente ha
incitado a los demás lectores, tanto como a mí, a comprar el libro y capítulo
cuya lectura me he permitido soslayar, tal y como habría hecho con los
anteriores pasajes de los amoríos de la autora de haber sido capaz de detectarlos
con antelación.
Por lo demás The Jadoo House
es un magnífico, interesantísimo y particular libro de viaje más social que
geográfico en el que Roychowdhury, aunque visita y describe con detalle lugares
que en la historia han sido importantes en la vida y desarrollo de la comunidad
angloindia, como son las colonias ferroviarias, hace de las personas, de su
frecuentemente frustrante pasado, de su resignado presente y de su dudoso
futuro, más que de los lugares, el destino de su viaje.
Hay que decir que Laura Roychowdhury orló sus estudios académicos con
una, a decir de muchos, magnífica tesis doctoral cuyo tema de estudio fueron
las colonias ferroviarias de la India, inexplicables sin la existencia de la
comunidad angloindia. En el transcurso de su investigación, conoció, visitó y
entrevistó a y convivió con diferentes miembros y familias de dicho colectivo,
experiencia que plasma en este libro para disfrute e instrucción de los que,
simples lectores, somos poco inclinados a tragarnos los profundos estudios llenos
de los datos, estadísticas y fechas que un doctorado requiere.
Seleccionando en nuestro honor algunas de las sin duda innumerables
conversaciones habidas con unos y con otros, Roychowdhury nos presenta, aunque
no sin excepciones, una comunidad torturada por su propia singularidad, anclada
en el despecho, encerrada en sí misma por voluntad o prejuicio de propios y
ajenos, cuyos componentes se empeñan en añorar una patria, Inglaterra, que
nunca vieron y a la que no tienen acceso y, a pesar de tener ya más sangre
india que inglesa, se siguen considerando británicos, como tales visten, sus
costumbres emulan y cuyas adolescentes envidian a sus hermanas de piel más
clara. Una comunidad marginada ayer por Inglaterra y hoy por sus actuales
compatriotas, para quienes son fruto del último invasor, un tumor morboso, una
descendencia tan degenerada y pecaminosa como para haber sido abandonada por
sus propios progenitores. Enredados en kafkianos laberintos burocráticos en los
que nunca consiguen su propósito, esto es, demostrar su ascendencia o actual
parentesco, por mala voluntad de antiguos funcionarios o torpeza de actuales,
lo más cercano a una patria que en su historia han vivido fueron las colonias
ferroviarias, cuya exclusividad perdieron con la llegada de la independencia y
la marcha del poder inglés y de cuya antigua organización pervive por todo
rastro la rigidez de los superiores y la obsesiva vigilancia que pesa sobre sus
trabajadores. Sin esperanza de futuro para sus hijos en India, sueñan con
emigrar a Australia o a algún otro país de la Commonwealth, pero pocos lo
consiguen, algunos se acobardan en el último momento y otros incluso regresan
decepcionados.
Todo ello conforma una atmósfera desesperanzada y opresiva para
salvarse de la cual sólo sirve la huida, el disfraz o la renuncia a la propia
identidad. Hay quien se atreve, quien consigue despojarse de viejos prejuicios,
quien cambia incluso de religión para casarse fuera de su colectivo, del que,
hay que decirlo, no reciben por ello rechazo. Y quienes parecen sentirse a
gusto, preguntados por sus indemostrables ancestros, guardan silencio.
Terminada la lectura con más preguntas que respuestas, en cualquier
caso con muchas más de las que tenía al abrir el libro, suficientes para
despertar el interés de cualquiera por poco curioso que sea, decidí informarme
algo más del origen e historia del grupo social, étnico y cultural que componen
los angloindios y averiguar cuánto de cierto y cuánto de novelesco hay en el
relato de Roychowdhury.
HISTORIA DE LA COMUNIDAD
ANGLOINDIA
LOS ORÍGENES.
A finales del siglo XVI y principios del XVII comenzaron a llegar a la
India los primeros mercaderes ingleses, tomando como centro de operaciones
Surat, importante puerto del noroeste de la costa india frecuentado por barcos
que iban y venían de todo el sur y sudeste de Asia. Situada al fondo del
estuario del río Tapti, en el estado de Gujarat, Surat no sólo ofrecía abrigo
para los navíos, sino también protección contra los piratas lusos que con el
beneplácito de la corona portuguesa efectuaban incursiones de saqueo en los
puertos del mar Arábigo y de la costa Malabar y atacaban los barcos mercantes,
al tiempo que ofrecían protección marítima a las costas mogolas.
Además los portugueses ejercían aún cierta influencia en la corte de Delhi a través de los misioneros jesuitas cuya presencia Yalaluddin Muhammad Akbar, tercer emperador de la
dinastía mogol y hombre muy interesado por las diversas religiones, había
solicitado años antes del asentamiento portugués de Goa, de manera que los
enviados de la corona británica como William Hawkins, Thomas Best o Paul
Canning no consiguieron de Jahangir, hijo del ya difunto Akbar y heredero del
trono, las concesiones y garantías a las que aspiraban.
Pero al tiempo que la influencia política portuguesa decrecía, su poder
marítimo quedó en entredicho al resultar sus barcos vencidos en dos ocasiones
por los cañones de los mercantes ingleses.
En 1614 llegó a Surat Sir Thomas Roe enviado por Jaime I, rey de
Inglaterra, en calidad de embajador y como tal se presentó en Agra, una de las
capitales del país (Delhi era la otra). Tras tres años de idas y venidas entre
Surat y la corte mogola, de las variadas pretensiones con que Roe se presentó
ante Jahangir, apenas consiguió firmanes dirigidos a las autoridades portuarias
autorizando oficialmente a los barcos y navegantes ingleses a fondear en Surat
y a levantar en dicho puerto sus propios almacenes. Este permiso imperial real
puso a los productos bajo el gravamen de las tasas aduaneras del momento, pero,
amparados como estaban por la orden imperial, a salvo de las extorsiones de
nobles y funcionarios y supuso el primer asentamiento inglés en la zona.
A partir de entonces Inglaterra fue obteniendo poco a poco nuevas
concesiones y permisos, avalados por el estímulo que su presencia suponía para
la actividad comercial y, con ello, por el beneficio aportado a las siempre
voraces arcas reales. Al principio sus aspiraciones fueron meramente
comerciales, hasta que de la creación de nuevos asentamientos en Bombay,
Calcuta y Madrás nació la necesidad de defenderlos de piratas marinos y
bandidajes terrestres que muchas veces actuaban bajo la protección de pequeños
reinos periféricos sólo parcialmente sometidos al poder mogol. Por ello, se
fortificaron los asentamientos, convirtiendo las delegaciones y barrios
británicos en auténticas plazas fuertes y la Company of Merchants of London Trading into the East Indies
(Compañía de Mercaderes de Londres que Comercian con las Indias Orientales) se
dotó de sus propias tropas. Posteriormente la corona inglesa destinó mayores
regimientos a defender sus intereses en India.
Durante este proceso cada vez había más ingleses en tierra india, sus
estancias se prolongaron y aumentó su poder militar.
Al mismo tiempo, Inglaterra, que a la sazón no era un país rico y sólo
recientemente había puesto su pie en América, viendo la facilidad con que la
desprevenida soberbia y la avaricia de la corte mogola les había permitido
apropiarse de pequeños territorios, comenzó a planificar un paulatina conquista
militar y política, de manera que sus intenciones comerciales se transformaron
en una clara voluntad imperialista, siguiendo el ejemplo expansivo que más de
cien años antes habían mostrado España y Portugal en las entonces llamadas
Indias Occidentales.
Con tal fin, la corona británica, a través de la Honourable East India Company, resultado de la fusión de la
mencionada Company of Merchants of London
Trading into the East Indies con otros consorcios que habían protestado por
el monopolio ejercido por aquella, defendió la conveniencia de que quienes se
trasladaran a la India consideraran establecerse definitivamente allí, en
especial los soldados, tan necesarios para sus planes en aquel lejano país y
transformados de regreso en población inútil y desocupada, para lograr lo cual,
siendo escasas las mujeres inglesas que se atrevían a emprender un viaje de
entonces seis meses no exento de peligros y, menos aún, las que conseguían el
necesario permiso oficial para embarcar, estimuló los matrimonios mixtos entre
ingleses y mujeres indias, de manera que, fundadas allí las familias, allí
permanecieran.
A este análisis podría objetarse que tal hibridación ha sido siempre
frecuente, espontánea y natural entre conquistadores y aventureros de todo
origen y en toda tierra en ausencia de mujeres de su patria. De hecho, algunas
de tales hibridaciones ya se habían producido. Algunos príncipes y nobles
rajput habían entregado hijas suyas en matrimonio a grandes mercaderes y
oficiales del ejército, algunos soldados habían tomado esposa entre mujeres
cristianas de ascendencia francesa y portuguesa y, por supuesto, éstos y los
marineros habían salpicado de bastardos los burdeles portuarios. Pero la nada
disimulada voluntad del gobierno británico de que así ocurriera queda
demostrada por el hecho de que el 8 de abril 1678, los directores de la East India Company se dirigieran a su
presidente en Madrás en los siguientes términos:
El matrimonio entre nuestros
soldados y las mujeres nativas de Fort St. George es un asunto de tales
consecuencias de prosperidad que debemos estar contentos de dedicar algún
presupuesto a incentivarlo, para lo que hemos pensado asignar en el futuro la
cantidad de una pagoda a la madre de cualquier niño nacido en adelante de tales
uniones, a pagar en la fecha en que el niño sea bautizado, si es que usted cree
que este pequeño estímulo puede aumentar el número de tales matrimonios.
Y así se hizo. Hacia 1750 el número de angloindios excedía ya al de
británicos. Es decir, y es importante tenerlo en cuenta, los angloindios
componen una raza mestiza creada voluntaria y premeditadamente por el gobierno
de la corona inglesa para cubrir y satisfacer sus conveniencias comerciales,
coloniales e imperiales.
Hay un dato que resulta muy significativo en referencia al escaso
interés humanístico que Inglaterra tenía en esta población naciente: nunca se
preocupó de sus creencias religiosas. No deja de sorprender que los angloindios
sean mayoritariamente católicos, lo cual es debido a varias causas. Por un
lado, a pesar de los incentivos ofrecidos por la Compañía de las Indias
Orientales, para la ley inglesa sólo eran válidos los matrimonios en los que
ambos contrayentes profesaran la fe cristiana y celebrados bajo rito cristiano,
lo que hacía de las mujeres lusoindias, francoindias y de las indias
procedentes de poblaciones anteriormente cristianizadas por portugueses y
franceses, católicas todas ellas, objetivos preferentes. Por otro lado, junto
con los viajeros ingleses llegaron misioneros irlandeses; si algún inglés
deseaba deposar a una mujer hindú o musulmana, en ocasiones viudas o familiares
de los enemigos caídos en las distintas campañas militares mantenidas, eran
misioneros católicos los que podían, previo bautismo, dar validez a tal unión.
Nada más lejos de mi intención que defender forma alguna de
evangelización, descreído como soy. Y cierto es que la iglesia anglicana nunca
ha demostrado gran afán evangelizador. Pero en este caso se trataba de sus
propios hijos, cuya salvación espiritual nunca formó parte de sus
preocupaciones.
Hay que decir también, que para una joven hindú, unirse con extranjeros
suponía perder casta y familia y quedar en el más absoluto y forzado
desarraigo, por lo que, exceptuando aquellas hijas de nobles concedidas como
símbolo de alianza, sólo las mujeres hindúes de las castas más bajas aceptaban
casarse con los soldados de tropa, por lo que la distribución social de los
matrimonios cuya esposa procediera de confesiones distintas era clasista y
polarizada. Asimismo, la población india cristiana estaba principalmente
compuesta por miembros de las castas intocables, cuyo idioma, status social y miseria
compartían y de las que solo se diferenciaban por su fe. Por todo ello, a
medida que la población angloindia crecía los británicos buscaban cada vez más
sus esposas entre las mujeres de esta comunidad.
HASTA EL MOTÍN DE 1857
Todo fue bien durante más de un siglo. Los matrimonios mixtos se
consideraban enteramente respetables y los angloindios eran bienvenidos y
aceptados en la Compañía de las Indias Orientales en todo el escalafón del
funcionariado y aún más en los ejércitos, tanto de la Compañía como de la
Corona y a menudo aquellos que pertenecían a las élites comerciales y militares
completaban los estudios en Inglaterra.
Mayor William Palmer
con sus dos esposas musulmanas.
Pintura de
1786 de Francesco Renaldi
|
Nadie hacía diferencias
entre ingleses y angloindios, quienes habían recibido educación británica,
amaban Inglaterra como patria propia, hablaban un perfecto inglés, se vestían a
la europea y se comportaban según las refinadas normas de la sociedad
británica. Las necesidades de trabajadores al servicio de los intereses
británicos en India se iban satisfaciendo con sus propios hijos, esto es, con
los jóvenes angloindios, que cubrían las vacantes en el ejército y en el
funcionariado administrativo y de servicios públicos tales como enseñanza y
salud. La relación de nombres e historia de los numerosos próceres angloindios
militares y civiles de la época escapa a las pretensiones de este artículo.
Aquellos inmigrantes ingleses que habían de
enfrentarse a condiciones de vida nuevas y retadoras lejos de las críticas
sociales y familiares de su país de origen, mercaderes unos, funcionarios y
militares de buen salario otros e incluso los soldados rasos receptores de un
sueldo constante en una tierra con amplias bolsas de pobreza, hicieron de la
opulencia un extravagante símbolo de su éxito y consuelo de su exilio. En los
centros coloniales los bailes eran habituales y también lo era el alcohol, el arak, el vino de Madeira o el güisqui.
Los comerciantes de éxito se rodeaban de una servidumbre de cien o ciento
cincuenta criados, de cincuenta los menos afortunados. Siete u ocho atendían
personalmente a los oficiales en campaña, además de una docena de porteadores y
camelleros que acarreaban su equipaje, su tetera, vino, ropa de recambio,
sillas de campaña, incluso su pequeño gallinero y hasta su vaca lechera.
Esa era la vida a la que se acostumbraron los angloindios del primer
siglo de presencia británica en India. Inevitable fue que aprendieran a mirar a
los indios como salvajes y a sentir el orgullo de pertenecer a la élite
conquistadora. Su conocimiento de las costumbres, idioma e intereses tanto
locales como británicos hizo de ellos empleados deseables para la Compañía y
las compañías comerciales que operaban en India.
Al mismo tiempo, el duro clima para los ingleses, las enfermedades
exóticas y las acciones bélicas iban dejando huérfanos de sangre mestiza. (Para
hacernos una idea, en 1852, cincuenta y ocho soldados de cada mil murieron en
las barracas de los acantonamientos; ese mismo año las defunciones en los
cuarteles en Inglaterra fueron 17 por cada mil). Esta mortandad había
conducido, ya a principios del siglo XVIII, a la creación de dos orfanatos, los
conocidos como Upper Orphanage y Lower
Orphanage (Alto Orfanato y Bajo Orfanato), para huérfanos de oficiales el
primero y de tropa el segundo, mestizos en su mayoría. En ellos los niños
recibían una educación básica y aprendían oficios manuales y las niñas eran
adiestradas en tareas del hogar y buenos modales para que pudieran encontrar
marido, objetivo para lo que la misma institución abría sus puertas a los
posibles pretendientes y concertaba matrimonios para sus pupilas a la que hoy
se consideraría una alarmante temprana edad. Los británicos allí residentes
acudieron a uno o a otro, según su rango, en busca de esposa.
En el último cuarto del siglo XVIII, como consecuencia de la creciente
corrupción de los funcionarios, que habían pasado de ser comerciantes a
recaudadores de impuestos, muchos de los cuales terminaban en sus bolsillos, y
de la amenazante bancarrota de la Compañía, Inglaterra pasó de comerciar en
India a gobernarla, nombrando un Gobernador General de la India.
El número de soldados ingleses aumentó de unos pocos cientos a mitad
del siglo XVIII a 30.000 a comienzos del XIX. Con ello aumentó también la
proporción de ingleses y angloindios de clase baja e Inglaterra temió, se opuso
y en 1786 acabó prohibiendo el regreso de los miembros esas familias, incluidos
huérfanos, a Inglaterra. Los ingleses ricos e influyentes, sin embargo, ante
las escasas perspectivas que sus hijos habían de afrontar en la colonia, los
enviaron a Gran Bretaña a mayor ritmo que nunca y con ánimo de que allí
quedaran. El grado de aceptación con que la sociedad inglesa los recibió y, por
tanto, el nivel social y profesional que lograron dependió en gran medida del
color de su piel. Aquellos padres de hijos de distintas tonalidades hubieron de
plantearse qué hacer con cada uno de ellos.
Entre 1786 y 1795, el conde Charles Cornwallis, , segundo gobernador y
comandante en jefe de las colonias inglesas en la India, introdujo drásticos
cambios en el funcionamiento de la Compañía, con los que conquistó el dudoso
honor de haber dar comienzo al deterioro social y económico de la comunidad
angloindia. Creó el Indian Civil Service para
separar el comercio del gobierno y con él la recaudación de impuestos. Culpando
a los Indios y, por ende, a los angloindios de la corrupción, bajo su mandato
se comenzó a considerar lo que llamaba “medias castas” como un grupo aparte no
sólo racial y socialmente, sino legalmente también. A partir de entonces
quedaban prohibidos los matrimonios de altos funcionarios y oficiales con
mujeres indias y mestizas, y la contratación de mestizos en los altos niveles de
la Compañía. Cualquier puesto que conllevara un salario superior a 500 libras
quedaba exclusivamente reservado a ingleses criados, educados y contratados en
Inglaterra. Se les permitió, eso sí, dirigir las plantaciones de té y de índigo
propiedad de ciudadanos ingleses que recibían sus beneficios en el salón de su
casa. Asimismo se prohibió el reclutamiento de angloindios en el ejército o en
la marina, salvo para tareas tales como músicos de la banda o herreros, es
decir, no combatientes. Diez años después, incluso aquellos que habían
ascendido a oficiales antes de la nueva regulación fueron expulsados del
ejército.
Frank Anthony, en su Story of the Anglo Indian Community, que
con sobradas razones subtitula Britain´s
Betrayal in India (La traición británica en India), achaca este cambio de
actitud al temor de la Corona de que un ejército y funcionariado en manos de
mestizos siguiera el ejemplo de los alzamientos sudamericanos en busca de la
independencia contra los poderes coloniales, protagonizados por una burguesía
en gran medida mestiza y la propia secesión de Estados Unidos, cuya pérdida
atribuía a un supuestamente excesivo poder otorgado a los colonos. De hecho,
Lord Cornwallis venía de sufrir u gran derrota a manos de George Washington en
Yorktown.
Excluidos también de la posesión de tierras, los angloindios buscaron
sus medios de subsistencia poniéndose al servicio de los príncipes indios como
militares o sirviéndoles de intermediarios en asuntos comerciales. Sin embargo,
cuando los príncipes a los que servían tuvieron enfrentamientos armados con el
poder inglés, eran de nuevo requeridos en los territorios de la Compañía y
estos angloindios mostraron su lealtad a la corona británica bien inhibiéndose
en el conflicto, bien cambiando abiertamente de bando. A pesar de todo querían
ser ingleses.
Teniente Coronel James Skinner
|
Pero hay muchos más: el General deBoigne, el coronel Hessing, la
familia Gardner, Hyder Young Hearsey, Henry Forster, etc., etc., etc. La
historia militar de Inglaterra en India está, a pesar de sus desaires, plagada
de personajes anglo-indios.
También en lo cultural, tuvieron importante representación, con
escritores en urdu, en persa y en inglés como George Puech, Sir Florence
Filose, las familias Palmer y Gardner, el doctor Benjamin Johnston, David
Ochterlony Dyce, protegido de la carismática Begum Sumru, etc.
Excepto para los residentes en Calcuta, en 1813 los euroasiáticos, como
se les llamaba entonces, fueron también excluidos de la legislación inglesa,
quedando a merced de la ley hindú o de la islámica dependiendo de la provincia
en la que se encontraran, sin nexo alguno social ni cultural con quienes les
habían de juzgar y en muchos casos sin conocer siquiera más idioma que el
inglés. Ya no eran británicos ni eran indios y quedaron aislados en un vacío en
el que ninguna legislación validaba sus matrimonios, descendencia, propiedades
o derechos de herencia. Excluidos ya, como hemos dicho, del mando tanto en el
ejército como en la Compañía, lo fueron también como trabajadores de los
sistemas judicial, tributario y policial, cuyas vacantes, por acuerdos con las
autoridades indias, estaban destinadas a hindúes y musulmanes.
John Willam Ricketts |
Mientras
J. W. Ricketts se debatía en Londres, otra voz se hacía oír en los medios
intelectuales y literarios, la de Henry Louis Derozio, joven poeta de padre
lusoindio y madre británica, que supo aportar la base teórica y filosófica
capaz de captar el respaldo de la comunidad angloindia que Ricketts necesitaba
y el reconocimiento intelectual de la innegable justicia de su causa. Humilde y
enemigo de todo dogmatismo, era capaz de dudar sin recato de la validez de sus
propios argumentos y convencer a la vez con su incontestable obviedad. “La duda
y la incertidumbre nos asedian
demasiado como para que una mente inquieta se
deje invadir por el dogmatismo;... la humildad se convierte así en la más alta
sabiduría, pues la más alta sabiduría muestra al hombre su ignorancia”,
argumentaba al tiempo que incitaba a sus compañeros de comunidad a no
desfallecer ante las tardanzas y a acentuar y proseguir con la lucha
reivindicativa. Cuando Ricketts regresa después de su primera gestión en
Londres, aún sin logro que mostrar a sus seguidores, Derozio clama: “¿Qué hemos
conseguido? ¿Acaso nuestros derechos se han restaurado, nuestras peticiones ha
sido concedidas?...Nuestros corazones no deben flaquear ni nuestros nervios
aflojarse”. Dirigiéndose a hipotéticos interlocutores en el Parlamento añade:
“Señores, aquí estoy yo, inundado por la leche de la bondad humana, ansioso por
devolver a esa raza tanto tiempo rechazada e injustamente tratada los derechos
que ellos mismos no reclaman” y, de nuevo a los suyos: “No tenéis nada que
temer de la protesta firme y respetuosa. Vuestras llamadas a la justicia deben
ser tan incesantes como pesados son los agravios. Reclamad una y otra vez.
Reclamad hasta que seáis escuchados, sí, hasta que obtengáis respuesta. El
océano deja trazas cada vez que alcanza la orilla, pero debe repetir sus
entradas sin abatirse y repetirlas antes de que su huella se limpie”.
Henry Louis Derozio |
Desgraciadamente Derozio no llegó a ver los éxitos de la gestión de
Ricketts, pues el cólera acabó con su vida en 1831, cuando sólo contaba con
veintidós años.
En 1853 se construyó la primera línea de tren en India, desde Bombay
hasta Thane, a unos 30 kilómetros de distancia. El ferrocarril se convirtió en
símbolo de progreso y modernidad y durante un siglo creció hasta llegar a ser,
un siglo después, la mayor red ferroviaria del mundo. Esta vez la población
angloindia se benefició de los prejuicios ingleses, según los cuales la sangre
europea que corría por sus venas les dotaba de mayores aptitudes para labores
tecnológicas y mejor predisposición hacia el progreso que las que pudieran
tener los indios puros. En palabras de Lord Hastings Gobernador General de la India en
1813, "Los indios parecen seres casi limitados a meras funciones
animales[…] Su capacidad y talento en las variadas líneas de ocupación a las
que se les restringe superan en poco a la destreza de cualquier animal que
tuviera la misma complexión pero con no mayor inteligencia que la de un perro,
un elefante o un mono, suponiendo sea capaz de ejecutarla.." Gracias a
tal concepción, un gran número de angloindios encontraron su medio de
vida como maquinistas, mecánicos, revisores o jefes de estación. Setenta años
después, la mitad de los angloindos estaban empleados en las compañías
ferroviarias y en particular los que vivían “en el interior”, léase en
provincias, y casi la totalidad del escalafón medio-alto de los ferrocarriles
dirigidos por el estado estaba ocupado por ellos.
Lo mismo puede decirse del servicio de telégrafos, desarrollado en
India entre 1851 y 1854.
En este mismo tiempo, los residentes en Delhi o en Calcuta, capitales
del dominio inglés, se emplearon en el funcionariado, policía, aduanas o como
profesores, mientras que las mujeres fueron sin excepción enfermeras,
profesoras o amas de casa.
A lo largo de los años, al tiempo que el ferrocarril se expandía por el
país, se construyeron las llamadas colonias ferroviarias, que llegaron a ser una
de las piezas clave en la batalla por mantener la identidad británica. Tanto la
Honorable Compañía de las Indias Orientales como las distintas compañías
ferroviarias consideraban la modernidad un fenómeno exclusivamente europeo, incompatible
con la mentalidad india, anclada en seculares prejuicios de pureza y casta.
Había, por tanto, que proteger a británicos y angloindios de la contaminación
degenerativa de la India. Según Laura Cbah Bear, “La institución paternalista
de la colonia ferroviaria pretendía producir la realidad de las diferencias
nacionales, raciales y de clase sobre el eje de la modernidad imponiendo una
domesticidad y hábitos de vida burgueses en los empleados de las compañías
ferroviarias y sus esposas”.
Las colonias se cerraron a los indios, quienes podían construir sus
chozas alrededor de ellas para su exclusivo albergue, quedándoles prohibido traer
a sus esposas y familias, exclusión que se justificaba tildándoles de dudosa
respetabilidad pero que en realidad buscaba evitar la cercanía de un contaminante
ambiente doméstico indio y la transmisión de la forma de vida india en las
inmediaciones. Mientras tanto, en el interior se intentaba proveer a sus
habitantes de un ambiente de confort y salud y retenerlos en el ocio por medio
de fiestas y bailes a la inglesa, al tiempo que se establecía un sistema de
vigilancia interna que aseguraba el buen, es decir, inglés, comportamiento de
los trabajadores y sus familias. Son los restos de esta vigilancia los que Royhowdhury
describe como una estructura morbosa de delación y presión orwelianas.
Vistos desde la población nativa, la comunidad mestiza, educada según
fes extranjeras, con costumbres sociales extranjeras, como esos saraos
vespertinos de cuya supuesta impudicia se hablaba en los corrillos, amigos de
músicas extrañas, de comidas extrañas, eran contemplados cada vez más por los
círculos nacionalistas tanto musulmanes como hindúes como una suerte de
deformidad social.
DESDE EL MOTÍN DE LOS CIPAYOS
HASTA LA INDEPENDENCIA
El desarrollo del ferrocarril constituyó unos de los tres hechos
fundamentales que en las décadas del 1850 y 1860 conmovieron la estructura
social del Raj, como se conoció al dominio inglés de la India y a su aparato de
gobierno.
El segundo llegó en 1857 con el estallido del llamado motín de los
cipayos. En el afán imperialista de culpar de esta revuelta a la ignorancia y a
la superstición, la causa admitida por el gobierno y la prensa fue la difusión
del rumor entre la tropa nativa de que la grasa empleada para el nuevo rifle
Pattern 1853 Enfield era de vaca, animal sagrado para los hindúes, o de cerdo,
de intocable impureza para los musulmanes. Pero en realidad eso había sido sólo
el detonante. Hacía tiempo que el malestar corría por las filas de los cipayos
(soldados indígenas al servicio de Inglaterra) por el trato que los británicos
dispensaban a los indios en general y a sus nobles y príncipes en particular.
Parte de ese malestar estaba motivado por la llamada “doctrina de ausencia”,
según la cual cualquier territorio cuyo rey muriera sin heredero legítimo
quedaba automáticamente anexionado a la Corona. Naturalmente era la Compañía
quien decidía a su capricho a qué criterios debía responder esa legitimidad
exigida, a despecho de las tradiciones sucesorias y de los deseos de la
población nativa.
Durante el conflicto, como suele ocurrir, ambos bandos cometieron
atrocidades y los amotinados no hicieron distinción entre ingleses y
angloindios, que fueron todos víctimas de grandes matanzas.
Perdida la confianza en los soldados indios, el ejército británico tuvo
que recurrir a la población fiable de su entorno, esto es, ingleses y
angloindios. Lejos de reprochar los pasados desaires, los angloindios se
integraron con entusiasmo en las fuerzas inglesas y también hubo quien, como
Henry Van Cortlandt, organizaron sus propios cuerpos de caballería ligera.
La contribución angloindia, en cuyas manos estaba el telégrafo, resultó
vital para conocer los avances del alzamiento y coordinar las tropas
británicas. Heroicamente firmes en sus puestos mientras riadas de refugiados
huían a lugares más seguros, transmitieron sus mensajes de un extremo a otro
del país bajo una lluvia de munición enemiga, permitiendo que las fuerzas
rebeldes fueran en muchas ocasiones interceptadas y desarmadas.
Igualmente importante fue la aportación del cuerpo de enfermeras,
integrado principalmente por mujeres angloindias porque debido a los prejuicios
morales de las musulmanas y de pureza de casta de las hindúes, dicha ocupación era
condenada como una suerte de promiscuidad.
Méritos y hazañas de la comunidad angloindia, no sólo durante el motín
sino a lo largo de la historia, están descritas con detalle en la The Story of the Anglo-Indian Community, de
Frank Anthony.
Tras el motín, que tardó más de un año en ser sofocado y estuvo cerca
de acabar con el poder y presencia inglesa en el subcontinente, perdida como
consecuencia del mismo la confianza en los indios nativos, las puertas de la
milicia, y de los servicios de aduanas, policía, correos, telégrafos y el
ferrocarril, en rápida expansión, se abrieron de nuevo para los angloindios,
eso sí, siempre en posiciones subordinadas.
En Julio de 1860, George Edward Lynch Cotton, llegado poco antes a la
diócesis de Calcuta en calidad de arzobispo, pensó que la mejor manera de
ayudar a la comunidad angloindia era proporcionándoles una buena educación y
comenzó una campaña pública de recaudación de fondos para la fundación de
escuelas para hijos de “europeos domiciliados” (hijos de europeos sin mezcla de
raza residentes en India de manera permanente) y euroasiáticos; hasta entonces,
los más pobres de estos últimos se educaban en las mismas escuelas que los
indios nativos. Auspiciadas por Cotton, bajo el patrocinio de grupos
religiosos, compañías ferroviarias, asociaciones caritativas y la propia
comunidad angloindia, ilusionada con la tabla de salvación que se les ofrecía,
y repitiendo el modelo de los Upper
Orphanage y Lower Orphanage se
construyeron dos tipos de escuelas: colegios en las llanuras para los más
pobres y, en la creencia de que para desarrollar aptitudes intelectuales
superiores era necesario huir del sofocante calor del clima de la India,
internados en zonas de montaña para chicos de familias acomodadas. El apoyo de
Lord Charles Canning, el entonces virrey, resultó definitivo para la puesta en
ejecución de esta iniciativa, tanto en su aspecto educativo como discriminador.
Según Canning, la creación separada de las escuelas de montaña era esencial
para evitar que el gobierno se viera a medio plazo lastrado “por una población
de ingleses indianizados, criados descuidadamente y mostrando las peores
cualidades de ambas razas”.
En las escuelas del llano, a los varones se les enseñaban profesiones
técnicas y a las niñas tareas domésticas, pero ninguno de ellos recibía la
formación necesaria para ingresar en las universidades indias. Lo que se
pretendía era convertirlos en trabajadores válidos para que la creciente
maquinaria imperial, que incluía funcionariado, agentes para la Honorable Compañía
de las Indias Orientales, ejército, policía, correos, construcción y
mantenimiento de infraestructuras, el ferrocarril la más importante de ellas,
(y si hemos de creer lo que nos cuenta Rudyard Kipling en su novela Kim, también el espionaje) y demás
servicios civiles siguiera funcionando. Lo que había comenzado con la buena
voluntad del arzobispo Cotton y que se fundó sin aportación gubernamental por
suscripción popular, principalmente de la propia comunidad angloindia, pronto
se había convertido en una herramienta de intereses mercantiles y
colonialistas. A pesar de ello, el gobierno inglés no empezó hasta 1883 a
dedicar fondos oficiales a la educación de sus innegables descendientes.
Además de proporcionar a los angloindios medios de vida dignos que
habían quedado lejos de su alcance, los censos socioeconómicos necesarios para
la puesta en marcha de aquel proyecto educativo sirvieron para que se
reconociera la existencia de la población angloindia como una comunidad con
entidad propia.
Desde aquel dictamen que John W. Richetts había obtenido del gobierno
central inglés (no del colonial) en 1833, el número y proporción de angloindios
empleados en los servicios civiles había aumentado considerablemente. Pero el
alzamiento antiimperialista de 1857, que la vanidad inglesa sigue hoy día
empeñada en minimizarlo calificándolo de motín, había sido aplastado con gran
dificultad y la población nativa india había conocido la fragilidad del dominio
extranjero, renaciendo como consecuencia en sus corazones un orgullo que
durante dos siglos había estado eclipsado por un sentimiento de fatalidad y
derrota en gran parte motivado por la abulia y dejación de las autoridades
nativas.
Comenzó una presión de carácter nacionalista con la que el gobierno
inglés no tuvo más remedio que contemporizar y atender a sus reclamaciones
sociales, en la esperanza de mantenerlos suficientemente contentos como para
contener rebeliones mayores. En la década de 1870, grupos nacionalistas
protestaron por el elevado número de angloindios empleados en el servicio
civil. Cediendo a la presión, el gobierno dio en 1883 edictos para que se
contratara población india en mayores proporciones. De esta manera, los
angloindios, tantas veces discriminados por no ser reconocidos como ingleses,
lo eran ahora por no ser nativos.
Al cóctel formado por la introducción del ferrocarril, que agilizó las
comunicaciones internas del país y abrió campos profesionales a la comunidad
angloindia, y el cambio de actitud hacia ellos a que el Raj se vio forzado tras
el motín, que los reincorporó a la vida castrense, vino a sumarse en 1869 la
apertura del Canal de Suez, que redujo notablemente la duración y peligros del
viaje, haciendo que la India dejara de ser ese rincón remoto del imperio.
Como consecuencia, entre los nuevos
soldados, oficiales y funcionarios que viajaban a la India había más hombres
casados que llevaban consigo a sus familias, que incluían esposas y jóvenes
casaderas y la proporción de nuevos matrimonios mixtos comenzó a decrecer.
A los ojos de los gobiernos inglés y colonial, así como a los de la
Compañía y empresas ferroviarias, estas familias que llegaban al completo
suponían una renovación de lo británico, un aporte de nueva sangre limpia,
blanca y fresca que diluiría el peligroso mestizaje étnico y cultural y aliviaría
el aislamiento al que la dificultad del viaje había obligado a la población
inglesa en la India. Especialmente se consideró valiosa la aportación de mujeres,
no solo como renovadoras de los hábitos de la clase media inglesa, sino como transmisoras
de los mismos a las nuevas generaciones. A tal objeto, desde 1867 las empresas
ferroviarias concedieron ayudas económicas para que los empleados enviados a
India pudieran pagar el pasaje de sus familias.
Pero portadoras de un concepto victoriano de pureza racial, incapaces
de comprender cuanto en asuntos amatorios había sucedido antes de su llegada y,
según Mark Anthony, belicosas ante la competencia de las mujeres locales, la
llegada de esas mujeres orgullosamente blancas y su despectiva influencia
supusieron un giro más, una traba más, una zancadilla más en las relaciones
entre la raza inglesa y su impura progenie mestiza.
Este cambio de actitud afectó no sólo a los mestizos sino a los blancos
que habían adoptado formas de vida india. Se prohibió el uso de ropas locales a los empleados de la
Compañía, la participación en festejos locales e incluso en algunos casos se
les negó el entierro en cementerio cristiano, como ocurrió con David Hare, relojero
escocés fundador del Hindu Collage en Calcuta.
Paralelamente a las colonias ferroviarias, que quedaron como refugio de
la comunidad angloindia, se crearon acantonamientos y “líneas civiles”,
barriadas destinadas al alojamiento y vida de, respectivamente, militares y
empleados civiles de pura sangre inglesa y de cierto nivel social, con
impecables jardines, campos de bolos sobre hierba, tenis, polo, etc, cuidados
por cientos de sirvientes, obreros y jardineros. Los hijos de estos
privilegiados eran enviados a Inglaterra a la edad de cinco o seis años para
ser educados lejos de la perniciosa influencia del la India. Estas líneas
civiles constituyeron el modelo que los angloindios querían emular en las
colonias ferroviarias.
A finales del siglo XIX la élite británica consideraba a los
angloindios incluso indignos de relacionarse con ellos y denunciaban la
indianización de su acento y de su comida, así como de sus pretensiones de ser
ingleses. La población india, a su vez, se mofaba de su torpe anglicanización y
les reprochaba su oposición a las tendencias hacia el autogobierno de la India.
Se les negó el acceso a los “European clubs”, exclusivamente para blancos
y las colonias e institutos ferroviarios y sus salones de actos se convirtieron
en sus clubs sociales.
Así atrapados, muchos angloindios rubios, de ojos y piel claros y
rasgos occidentales intentaban escapar de la discriminación haciéndose pasar
por ingleses de pura raza. No sin razón Mark Anthony denuncia cómo la ambigua
legislación británica, ya desde principios del siglo XIX, incentivaba renegar
de la condición de angloindio, premiando consciente o inconscientemente a
quienes lo hicieran con mejores puestos, salarios y reconocimiento social. Y
quienes no quisieron o por trabas burocráticas o evidencia étnica no pudieron
renegar de su origen, se aferraron al mismo adoptando hacia los indios nativos
una actitud tan cargada de prejuicios como la que les dedicaban a ellos los
ingleses y negándose a aceptar la realidad de ser, ellos mismos, nativos.
Distintos, pero nativos. Y fueron por ello culpados de ser responsables de su
aislamiento, de su inacción y acusados de imprevisión, de falta de patriotismo,
de inmerecido orgullo, de indolencia
Los nuevos censos realizados en 1911, 1919 y 1925, que gradualmente
pormenorizaban cada vez más los distintos grupos sociales, reafirmaron la
comunidad angloindia como una entidad diferenciada étnicamente y reconocible
social y culturalmente. Su situación legal, sin embargo, no dejó por ello de
ser contradictoria. Según descripción del conde Winterton, subsecretario de
estado de India, mientras que para cuestiones laborales se les consideraba
indios nativos, su estatus en cuanto a seguridad y educación “se aproximaba” al
de ciudadanos británicos. Como consecuencia de esta dualidad, al tiempo que
seguían excluidos de los puestos altos en el funcionariado y en servicios tales
como el ferrocarril, telégrafos, etc., al recibir su educación en inglés y en
muchas ocasiones ser ésta su única lengua, quedaban impedidos de competir a
nivel universitario nacional con la élite educada india.
Dicho de otra manera, aparte del reconocimiento oficial explícito de su
existencia, poco había cambiado para ellos. Según Frank Anthony, “cuando un angloindio ganaba la Victoria
Cross (la más alta condecoración inglesa al valor en la batalla), se decía que el receptor era británico.
Pero en las raras ocasiones en las que un angloindio estaba implicado en un
crimen, los periódicos ingleses ponían buen cuidado en referirse a él como
angloindio”. Esta tendencia continúa hoy día. Richard Holmes, en su extenso
Sahib: The British Soldier in India, aunque
en la introducción explica el origen de la comunidad angloindia, apenas vuele a
mencionarla en las más de quinientas páginas del libro.
Durante la Primera Guerra Mundial, desposeída la India de las tropas
británicas, fue la India Defense Force,
formada casi por completo por angloindios, quien mantuvo la seguridad y estabilidad
política de la colonia y la gran mayoría de las enfermeras, incluidas las de
campaña, eran angloindias.
En 1919 surge en escena Henry Gidney, afamado cirujano, hombre
elegante, culto, amante de la caza y de la buena vida, de la belleza de las
mujeres y de las obras de arte. Poseedor de una asombrosa memoria y, sobre
todo, del necesario aplomo y buen discurso, consiguió que las distintas
asociaciones angloindias, explícitamente unas, tácitamente otras y oponiéndose
las menos, consintieran en designarle su líder y representante. Bajo su gestión
se constituyó la All-India Angloindian
Association, federación de las distintas asociaciones regionales, a través
de la cual Gidney afianzó la unidad del colectivo angloindio. Cuando el poder
inglés se negaba todavía siquiera a considerar la idea de abandonar India, un
visionario Gidney tuvo la claridad de mente suficiente para comenzar a sembrar
en la comunidad la conciencia de ser verdaderos indios, de que India, y no
Inglaterra, era su verdadera patria y de que habían de luchar por su
reconocimiento, derechos y supervivencia como minoría nativa. Algunos sectores
del colectivo consideraron tal posicionamiento no sólo como una renuncia a lo
que tenían por suyo, sino incluso como una traición a su identidad, por lo que
fue muy criticado.
En 1932, Ernest Timothy
McCluskie, un hombre de negocios de éxito de padre irlandés y madre india,
arrendó con derecho a compra en el estado de Jharkhand, a 360 kilómetros al
noroeste de Calcuta, 4.000 hectáreas de terreno comunicadas por carretera, tren
y por el río Damodar. Envió circulares convocando a las comunidades angloindias
de todo el país para que acudieran a asentarse en esos terrenos. Aunque se
pretendía crear una ciudad angloindia, invitó tambien a mestizos de ascendencia portuguesa y francesa a unirse a la iniciativa (recordemos que en ese momento aún no se había creado la definición constitucional y, por tanto, el término solo aludía a descendientes de ingleses), que había de sustentarse económicamente a través de una cooperativa agraria creada al efecto con el nombre de Colonization Society. Cuatrocientas
familias acudieron con cuanto tenían: “Trajeron sus pianos, su pesados arcones
de madera, sus pantalones de montar, sus rifles y escopetas, su cháchara, sus
vestidos de fiesta, cortinas de lazos, bizcochos de ron y cerveza”. Buscaban la
patria propia que nunca habían tenido, un terruño al que tener apego, “donde
pudieran vivir su propia identidad”. Frente a la nostalgia de una Inglaterra y
ajena, McCluskieganj, como se llamó el recién creado pueblo en honor de su
fundador, representaba la aceptación de su condición india irreversible, la
voluntad de convertir esa fatalidad en un motor vital. Pero McCluskieganj no
pudo resistir el gran éxodo angloindio que la incertidumbre de la independencia
produjo y quedó prácticamente despoblado. Hoy apenas quedan allí 20 familias
angloindias.
Fallecido Sir Henry Gidney en 1942, ocupó su lugar Frank Anthony, quien durante toda su gestión y especialmente en los difíciles años previos a la independencia, en la redacción de una constitución y posteriores enfrentamientos de poderes parlamentarios se demostró un titán capaz de hacer valer los derechos de unos pocos cientos de miles sin territorio definido en medio de un país poblado por cuatrocientos millones de hindúes y cien millones de musulmanes, lucha de la que también se beneficiaron otros grupos igualmente pequeños, como parsis e indios cristianos.
Fallecido Sir Henry Gidney en 1942, ocupó su lugar Frank Anthony, quien durante toda su gestión y especialmente en los difíciles años previos a la independencia, en la redacción de una constitución y posteriores enfrentamientos de poderes parlamentarios se demostró un titán capaz de hacer valer los derechos de unos pocos cientos de miles sin territorio definido en medio de un país poblado por cuatrocientos millones de hindúes y cien millones de musulmanes, lucha de la que también se beneficiaron otros grupos igualmente pequeños, como parsis e indios cristianos.
LA INDEPENDENCIA
Quizá el mayor, por cuanto de definitivos pudieran tener sus logros, de entre los muchas y difíciles conquistas logros de Frank Anthony fue la presencia de la comunidad angloindia en la Asamblea Constituyente, gracias a la cual obtuvieron y mantienen aún tres escaños en el parlamento central, designados por la propia comunidad, representación amparada por la Constitución y que, dado su reducido número tanto en el país como en los estados que lo componen, sería imposible por medio de los resultados de unas votaciones generales.
Para ello fue necesaria la redacción de la definición del término
angloindio que ya conocemos. Hoy día “…sería
correcto decir que los angloindios son la única minoría de ascendencia europea
que sobrevive en Asia como una entidad reconocida.”, tal y como el mismo Anthony
afirma en su Story of the Anglo-Indian
Community.
Una de las consecuencias más dolorosas del proceso independentista fue
la partición de la India británica en dos naciones distintas, India y Pakistán,
y los sangrientos enfrentamientos habidos por esta causa, en los que murieron
más de un millón de personas de ambos bandos. La comunidad angloindia quedó
felizmente excluida de las matanzas masivas. La independencia aún estaba por
articular, pero el inglés ya no era el enemigo. Aquella no era ya una lucha
contra el dominio inglés, sino de hindúes contra musulmanes. Se dieron incluso
situaciones en las que, perseguidos por miembros de la facción enemiga, hubo
quien buscó refugio en hogares angloindios; bastó la palabra y firmeza de estos
para que los perseguidores desistieran. Muchos trenes que circulaban en ambas
direcciones entre ambos futuros países eran detenidos, asaltados y los viajeros
masacrados; los empleados, e incluso los pasajeros angloindios del ferrocarril,
fueron en general respetados.
Otra de las grandes batallas parlamentarias que se libraron en la
elaboración de la constitución india radicó en la fijación de los idiomas
oficiales.
Toda la región del Indostán, esto es, la India continental al norte de
la gran meseta del Decán, estaba dominada por dos idiomas del grupo
indostánico, el hindi y el urdu. Ambos idiomas son resultado de la fusión de
los idiomas regionales, con mayor influencia persa en el caso del urdu, que
utiliza la variante persa del alfabeto árabe, y sánscrito en el del hindi, cuyo
alfabeto es sánscrito. Son por tanto idiomas de reciente creación, producto de
la instauración del persa como idioma oficial de la corte y administración
mogola durante el reinado de Akbar, en la segunda mitad del siglo XVII. En el
momento de la independencia la literatura urdu era aún escasa y la hindi casi
nula. Pero la relación entre ambos es tan estrecha que decidir si se trataba o
no de idiomas distintos causó encendidas discusiones parlamentarias, pues los
sectores hindi-parlantes consideraban que la diferencia era sólo de grafía.
Ilustrativo es el hecho de que para llegar al mayor público posible, el idioma
utilizado hoy día en las películas de Bollywood es un ficticio idioma
intermedio.
Con la partición del país en dos estados, India y Paquistán, el urdu
perdió gran parte de su poder y los defensores del hindi (en lo que Anthony
llamaba el imperialismo hindi) pretendían hacer del suyo el único idioma a
utilizar en todos los estados para asuntos oficiales y de gobierno.
Gracias a la constante y resuelta reivindicación de Frank Anthony y a
la serena cordura de Jawaharlal Nehru,
primer Primer Ministro de la India Independiente, se estableció, bajo la
llamada fórmula Nehru, no sólo que el
inglés sería uno de los idiomas oficiales de la India sino que continuaría
siendo la lengua oficial de comunicación del país en tanto en cuanto los
estados cuyo idioma no fuera el hindi así lo quisieran.
Esta conquista resultó crucial para la supervivencia de la comunidad
angloindia. El inglés era su lengua madre, en ocasiones la única y, junto con
la religión, uno de los rasgos fundamentales de su identidad. Sin embargo los
principales argumentos esgrimidos por Anthony no se basaron en las necesidades
de un colectivo, el suyo, muy minoritario, sino en otros aspectos. Por un lado,
la misma constitución había sido redactada en inglés, lo que vinculaba ese
idioma a la raíz de la mera existencia de la India. Por otro, siendo como era
la única lingua franca entendible en
todos los estados y funcionando ya en ese idioma todo el aparato gubernamental
heredado de Gran Bretaña, imponer, como algunos pretendían, la sustitución del
inglés por el hindi, exigía de los pobladores y administraciones de los estados
no hindi-parlantes, así como de muchas otras minorías lingüísticas, un esfuerzo
que no podía por menos de marginarlos ante la ley. Algunos estados, además, se
negaban a aceptar el hindi como lengua propia y su imposición y la extirpación
del inglés ponía en serio peligro la mismísima unidad del país.
Ese mismo peligro de fragmentación amenazaba si cada estado impartía la
enseñanza únicamente en su propio idioma local. De nuevo en gran medida por la
presión y hábil argumentación de Frank Anthony, desde el gobierno central se
promulgó el llamado sistema de tres
lenguas, según el cual la enseñanza debía impartirse en el idioma
predominante de cada estado, en hindi y en inglés. De esta manera se
posibilitaba a medio y largo plazo la migración interna familiar e individual,
especialmente de los estudiantes, que estaban en condiciones de acceder, en
cuanto a idioma se refiere, a estudios superiores tanto dentro del país como en
países angloparlantes tan prometedores en lo académico y en lo laboral como
pueden ser el Reino Unido, Estado Unidos, Canadá o Australia.
Además de facilitar la cohesión del país y la proyección de sus
ciudadanos hacia el extranjero, el mantenimiento del inglés como lengua oficial
en la gobernación y vehicular en la enseñanza, a la par que una cierta garantía
de supervivencia como comunidad, proporcionaba a la minoría angoindia un
ventajoso medio de subsistencia pues, siendo ese su idioma materno, han
disfrutado desde entonces de una marcada ventaja para dedicarse a la enseñanza,
tanto en la escuela elemental como en institutos o universidades.
A pesar de la nueva y más segura situación, más de la mitad de la
población angloindia emigró a otros países de habla inglesa poco después de la
independencia, en general países bajo el paraguas de la Commonwealth. No es
fácil precisar el número de personas que componen hoy la comunidad. Frank
Anthony calculaba que poco antes de la independencia había unos 300.000
angloindios, aunque otros cómputos elevan el número a 500.000. Ese número se ha
reducido en la India hasta los aproximadamente 150.000 de hoy día, mientras que
se estima que el número de angloindios emigrados, principalmente a países de la
Commonwealth, y sus descendientes se acerca al millón. La mayor parte de los
que se quedaron lo hicieron porque no pudieron demostrar su ascendencia
inglesa.
Pero además de las pugnas parlamentarias por su visibilidad, también el
comportamiento del colectivo granjeó a la comunidad un general respeto. Con la
misma integridad y lealtad con que habían actuado a favor del poder inglés a
pesar de sus múltiples despechos, actuaron en defensa del estado indio en los
distintos conflictos que posteriormente el país ha enfrentado, siendo su
presencia de vital importancia. Como ejemplos, el cincuenta por ciento de los
pilotos de combate en la campaña de Cachemira eran angloindios, así como 7 de
los 63 héroes condecorados por su valor en la guerra indo-paquistaní, esto es,
más de un 10%, cuando la población angloindia, tras la oleada migratoria subsiguiente
a la independencia, era de menos del 0,05% de la población de la India.
En 1968, cuando Frank Anthony escribió su Story, entre la oficialidad de las fuerzas armadas del país había
varios cientos de angloindios.
Asimismo, hasta la independencia el 80% del personal de enfermería
militar y civil, predominantemente mujeres, estuvo formado por integrantes de
la comunidad angloindia, aportando grandes servicios durante ambas guerras
mundiales y, después de la independencia, en los conflictos con Pakistán y
China.
Igualmente su participación en los deportes ha sido destacada,
especialmente, pero no sólo, en hockey, el deporte nacional, en cuya selección
nacional más de la mitad de los jugadores durante muchos años han sido
angloindios, como lo son el jugador de cricket Nasser Hussain, el de fútbol
Michel Chopr, los cantantes Cliff Richard y Engelbert Humperdinck y el actor
Ben Kingsley, por todos conocido por su interpretatación de Mahatma Ghandi en
la película de Richard Attenborough de 1982.
Salman Rushdie, poseedor de numerosos galardones literarios y nominado al Premio Nobel 2015, es quizá hoy día el angloindio más ilustre.
Salman Rushdie, poseedor de numerosos galardones literarios y nominado al Premio Nobel 2015, es quizá hoy día el angloindio más ilustre.
QUIZÁ SE QUEDÓ EN EL TINTERO…
La comunidad angloindia siempre ha mostrado una arraigada conciencia de
grey. Tras el rechazo inglés, se encerró en sí misma, siendo uno de los más
claros síntomas el hecho de mantener una obstinada endogamia aunque aceptando,
por razones más religiosas que culturales, el matrimonio con descendientes de
las antiguas poblaciones de otros pobladores europeos, tales como portugueses,
holandeses o franceses. Cierto que sus orígenes, su educación, su forzada endogamia
en un país en el que las barreras sociales de religión, casta, idioma, gremio,
etc. mantienen una férrea vigencia, han hecho de ellos un grupo lingüística,
religiosa y culturalmente diferenciados, pero no deja de sorprender que una
comunidad nacida de la hibridación se haya empeñado en defender su “pureza”
racial, máxime cuando el color de la piel nunca ha sido un factor determinante,
por la simple razón de que sus propias familias están compuestas por miembros
de los más variados matices, desde el más pálido cutis, pelo rubio y ojos
azules hasta el oscuro color de piel, cabellera y ojos indiferenciable del
resto de la población del país. A pesar de ello esta tendencia se mantiene hoy
en día, aunque que hay que decir en su honor que los matrimonios cultural o
religiosamente mixtos, tal y como describe Laura Roychowdhury, son bien
aceptados, y tanto el “infractor/ora” mantiene su pertenencia a la comunidad
como el/la cónyuge es bienvenido/a dentro de ella.
Oficialmente la cualidad de angloindio se transmite únicamente por vía
paterna. La descendencia de una británica pura con un indio no cabría en la
definición incluida en 1950 en la constitución. Derozio sería hoy angloindio no
por nacer de madre británica, sino por el origen lusoindio de su padre. Este
desprecio a la línea materna se comprende menos aún si se considera que, además
de la acostumbrada labor de transmisión cultural que las madres realizan en
todo hogar, hubo un momento en el que en los matrimonios mixtos las mujeres
solían ser más instruidas sus maridos, soldados rasos muchas veces analfabetos
que habían acudido a las escuelas de huérfanas de fundación e inspiración
inglesa en busca de esposa.
Entrevistadas por Laura Roychowdhury, un par de mujeres relatan el
desasosiego que sentían cuando las monjas de Loreto las alineaban ante los
potenciales maridos, que las sometían al humillante escrutinio de quien
selecciona un buen caballo. Preferían ser elegidas por un angloindio que por un
inglés por dos razones: los ingleses, como hemos dicho, eran con frecuencia
rudos analfabetos y existía el peligro de que estuvieran ya casados en su país
de origen.
La mencionada exclusión de la vía materna en la definición oficial,
según defiende Adrian Gilbert, ha provocado que las mujeres angloindias hayan tenido
y tengan más facilidad para reconocer su carácter indio y estén menos ancladas
en la nostalgia de una Inglaterra que nunca fue su patria. Y esa aceptación,
esa ausencia de victimismo se traduce en una actitud ante la vida más
positivista. Este posicionamiento, unido al hecho de estar más emancipadas y
menos lastradas por prejuicios religiosos, étnicos y sociales, hace que las
mujeres angloindias no solo están más presentes en la vida social y laboral que
las de otras confesiones, sino que su nivel salarial sea de media superior al
de los varones de su misma comunidad. Asimismo, son menos reticentes a contraer
matrimonio con hombres de otras confesiones o grupos raciales.
La comunidad angloindia, educada en los oficios que al invasor, su
progenitor, convinieron, es eminentemente urbana pero dispersa. Allá donde hubo
un cuartel, donde se construyó una colonia ferroviaria, donde el telégrafo
sustituyó a las postas, surgió un grupo angloindio. Quienes dirigieron
plantaciones de té o de índigo lo hicieron en calidad de administradores, no de
propietarios. La comuna agraria de E. T. McCluskie, no perduró.
Es también una comunidad muy instruida en comparación con el resto del
país. El índice de alfabetización entre los angloindios es de un 100% y son en
general trabajadores cualificados o profesionales de clase media.
No es fácil precisar el número de personas que componen hoy la
comunidad. Frank Anthony calculaba que poco antes de la independencia había
unos 300.000 angloindios, aunque otros cómputos elevan el número a 500.000.
Pero ese número se ha reducido en la India hasta aproximadamente 150.000,
mientras que se estima que el número de angloindios emigrados, principalmente a
países de la Common Wealth, y sus descendientes se acerca al millón.
Llama mi atención el victimismo que se transluce en el libro de
Roychowdhury. Los repetidos desaires y final abandono sufrido a manos del Reino
Unido lo justifican, sí, pero hoy día forman una comunidad asentada, reconocida
y aceptablemente posicionada en lo económico. Pero siguen soñando con emigrar.
“Aquí no hay futuro”, dicen, siendo hoy la India uno de los países con más
potencial y alternativas para quien está medianamente instruido. Quizá les
sigue pesando una tozuda y trasnochada esquizofrenia provocada por no saberse ingleses
(la historia es irrevocable) ni sentirse indios (lo que son a su pesar). Quizá
sigan añorando una patria que nunca conocieron, una supuesta alcurnia imperial
que les fue vedada y que habrían dejado de disfrutar Inglaterra.
No debe ser fácil asumir que su dilema de identidad no tiene solución.
Vayan donde vayan, nunca su hogar será donde estén. Al menos mientras no acepten
que son indios, que solo en India pueden tener una identidad. Y no es un mal
lugar. India es hoy tierra en pleno desarrollo, rebosante de posibilidades para
su población instruida. Y es también nación de naciones que comparten
territorio, cada centímetro de su territorio. Todo el mundo en India vive
marginado de cuanto le rodea. La religión, la raza, la casta, todo les separa;
incluso los brahmanes, la casta más alta, viven aislados tras un muro de
prejuicios. Pero el angloindio, no vive solamente aislado, sino que hace de la
ignorancia de lo que le rodea, del menosprecio de lo indio, parte de su propia
identidad, una forma de asepsia destinada a evitar que su mestizaje étnico no
se convierta también en cultural.
Por ello, con buen criterio Laura Roychowdhury recoge el concepto de
Avtar Brah de “angloindia” como un espacio geográfico, hace de él la base de su
libro, subtitulado “Viajes en Angloindia”, y muestra las colonias ferroviarias
como un importante factor y agente de ese aislamiento, a la vez castillo y
atalaya.
BIBLIOGRAFÍA Y REFERENCIAS.
Esto es un blog, por lo que no me siento obligado al rigor y
minuciosidad que un trabajo académico requiere. Menciono sólo los textos que he
leído o consultado personalmente y que he utilizado, y omito en el texto
mencionar los lugares concretos donde he obtenido cada información, a excepciónlas
citas textuales.
·
Blunt, Alison. Memory,
identity and productive nostalgia: Anglo-Indian home-making, en http://home.alphalink.com.au/~agilbert/anglo-~1.html
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Brah,
Avtar. Cartographies of diaspora:
contesting identities.
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Elias,
Esther. Of a community and culture, en
http://www.thehindu.com/features/metroplus/society/of-a-community-and-culture/article6360495.ece
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Friedlander,
Peter. Religion, Race, Language and the
Anglo-Indians: Eurasians in the Census of British India
Peter, en http://www.bodhgayanews.net/pdf/Anglo-Indian%20Paper.pdf
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Gbah
Bear, Laura. Miscelaneous of Modernity:
constructing European respectability and race in the Indian railway colony,
1857-1931, ehttp://www.eablanchette.com/supportdocs/railway_life_folder/railway%20colonies.pdf
·
https://geneblanchette.wordpress.com
y http://www.eablanchette.com son
dos estupendas páginas. De allí son
los artículos consultados:
The Raj and Us
Indo Europeans
Separate and Unequal
An Angloindian Chilhood
·
James,
Sheila Pais. Anglo-Indians: the Dilemma of
Identity, en http://home.alphalink.com.au/~agilbert/dilemma1.html
·
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donde se encuentran copias digitalizadas de miles de libros de dominio púbico).
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